jueves, 5 de octubre de 2017

CARMEN NAVARRETE BARRENA


Aprendí a crecer uniendo las palabras, cada una de ellas representaba algo nuevo en mi vida. Con tan sólo cinco años ya sabía leer y escribir. La pizarra era para mí mi juego favorito, lo mismo que escribir sobre la tierra, donde tenía más espacio para alargar las frases, siendo la naturaleza el mayor de los tesoros. Del Universo aprendí a contar las estrellas, y a comunicarme al mismo tiempo, con la luna. Todo aquello me fascinaba y, a pesar de los años transcurridos, lo sigo viendo igual. Me considero en todo momento defensora de la naturaleza y los derechos humanos y pienso que la paz en el mundo debería ser siempre lo primero, basándonos siempre en el respeto único de amarnos simplemente los unos de los otros y de considerarnos seres vivos, a los que sigo defendiendo sin tener en cuenta la raza ni el color. Después de tres libros publicados y de algunos premios de poesía, sigo teniendo la ilusión de una niña a la que le acaban de regalar su última muñeca.


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Eras la vida pura que lo ignoraba todo
                                   Ángel González

Te levantas te miras en ese enorme espejo
donde ves reflejada tu raíz.
Abracadabra – es el comienzo—.
Corres de nuevo al fondo
para sentir la fuerza de la tierra.
Primero ves la luz
y, después, una calle y otra calle,
y también unos pies con sus zapatos
que te marcan un número,
quizás, inteligente a la hora de salir.
Te vuelves de repente
y te tiendes de nuevo en la butaca
donde te sientes viva,
y relees las hojas de un periódico.
Palpas la cesta roja
donde todos los libros están vivos.
Y vas pasando páginas
con todos los relatos de este mundo.
Y se despierta el verbo imperativo
que te regala el alma
con la esperanza siempre de la carne.
Desanudas tus ojos del pasado.
Quieres beberte el zumo
mientras calzas tus botas rutinarias.
Y un puñado de azúcar te va endulzando el vientre.

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Voz y presencia es todo cuanto tienes
sobre un fondo de luz.
Te anuncias al igual que una rosa
en su puesta de largo.
Sólo agua y roce, piedra y orilla,
es todo su envoltorio
que palpita en el centro,
donde la mente fluye.
Permaneces callada       
y un almendro respira.
Chapotea el silencio.    

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